miércoles, 28 de mayo de 2008

Silenciosamente, tengo que retirarme.

Ya no estaré más, luchando en ese espacio encogido de armas y estrategias, sangre y batallas, mentiras y abyecciones, juegos y tristezas; instrumentos letales para combatir a nuestros adversarios. Tampoco tendré a la mano mis admirados y distinguidos generales que me ordenen a dar el golpe dónde y cuándo. La caballería ha dado marcha atrás por órdenes superiores y yo, un simple soldado del amor, me dije a mí mismo. “Es hora de emprender la retirada”. Sin embargo, en el camino me encuentro con que la batalla no ha terminado, los adversarios siguen ahí, felices y cada vez más sátiros y desenfrenados. Esto no puede ser, estoy huyendo aun contra mi voluntad. Mis aires guerreros me incitan a quedarme, pero una vez más vuelve a mi mente el dilema del corazón y la razón, del cual me habló una combatiente en plena ofensiva. Tengo que explicar a mis superiores que el enemigo está cada vez más debilitado, cada vez más reducido. Lamentablemente el tiempo no me alcanzó para salir airoso de mis arrebatos de brutalidad. La noche acaricia los arbustos, las ciénagas se vuelven más tormentosas haciendo de mi espacio el lugar perfecto para sollozar. Estoy sentado en un banquillo, taciturno, pensativo, conmovido. Las ideas llegan a mí pero de inmediato las ahuyento advirtiendo qué es lo mejor. Pero… yo que sé qué es lo mejor. ¿Será la mejor decisión? ¿Y mis principios? Nuevamente las ahuyento. La decisión ya está tomada. Silenciosamente, tengo que retirarme.

(Una vez separados...nada más por decir... Algunas frases una vez dichas...no pueden ser retractadas...Camina en soledad... con ideas que él no puede llegar a entender... El futuro está encima... pero en el pasado él se hunde lentamente... Recibió una descarga eléctrica... maldijo el día en que la dejó ir...) "Nothingman - Pearl Jam"

viernes, 23 de mayo de 2008

Pequeños amigos de aquí y allá

De un tiempo a ahora, entiendo cuál era la lógica de este comportamiento errático: el deseo obsesivo de huir de la pobreza y miseria de los 80’s., ese afán de salir de ese pozo hediondo al cuál muchas personas provincianas como mi madre, hicieron que de rato en rato cogiéramos nuestras “chivas” y nos encamáramos en un lugar mejor.

De chico, recuerdo, que mi familia tenía cierto comportamiento errático; en sí éste comportamiento no era deliberado, sino eran circunstancias que se presentaban. Desposeídos estuvimos andando mi madre, Christian y yo por el laberinto de la búsqueda de la felicidad, con lo único que considerábamos como propio: deseos de que las coses mejoren. Christian, mi hermano mayor, era como mi padre y aún ahora no entiendo cómo pudo ser un genial hermano que hizo las veces de protector, capataz y amigo. Y viéndolo desde este punto él fue mi primer amigo con quien compartimos algunas aventuras (algunas yo de mirón solamente y otras yo, de conejillo de india). A pesar de esto, esos recuerdos los tengo muy bien grabados como la vez en que Christian y Carlos (un primo que vivió con nosotros un tiempo) se enfrentaron a una rata –en mi imaginación esta rata medía algo de un poco menos de un metro y tenía ojos rojos que brillaban de audacia y malicia-; o también cuando subimos a un cerro muy empinado en Chosica junto a Carlos, dónde pude descubrir la fobia que le tengo a las alturas, además de lo párvulo que era por entonces. Él era todo lo que yo no era en esos tiempos (en los que yo era una extensión de él; a todos lados lo seguía, mejor dicho a todos lados me llevaba porque era yo quien estaba a su cuidado), Christian tenía un hambre de adrenalina y aventura que en esos años me hacían morir de miedo. Compartimos muchas cosas juntos, cosas de las que cada vez me acuerdo menos.

De un lugar a otro nos íbamos mudando y en cada lugar que nos asentábamos eran nuevas personas y experiencias las que conocíamos. De un tiempo a ahora, entiendo cuál era la lógica de este comportamiento errático: el deseo obsesivo de huir de la pobreza y miseria de los 80’s., ese afán de salir de ese pozo hediondo al cuál muchas personas provincianas como mi madre, hicieron que de rato en rato cogiéramos nuestras “chivas” y nos encamáramos en un lugar mejor. Así, llegamos a una colorida calle de La Victoria que empezaba con un engranaje de depósitos de aceitunas y terminaba en una pequeña tiendecita del conocido Sr. Félix. El vecindario en el quinto piso del edificio, dónde nos asentamos, era algo muy parecido a la vecindad del chavo; todos éramos gente muy humilde y muy divertida, por cierto. Yo bordeaba los 5 años, y ahora que lo pienso más detenidamente puedo dar fe de los fallos que tiene la memoria cuando pasa el tiempo; la cuestión es que como niño ingenuo y neófito en la vida, mi imaginación hacía que algunos momentos de soledad cobraran una exageración fabulosa e inimaginable; el caso es que a veces mi madre salía o llegaba tarde a la casa, y en mi cándido y vulnerable pensar, mientras esperaba la llegada de Christian (que quizá tuviese sus 15 años, y salía a ver sus propios negocios dejándome sólo) o de mi madre, en mi imaginación habitaban en los techos de las casas unos gatos de gigantescas magnitudes que sólo salían de noche a acechar a quién consideraran indefensos como yo o como cualquier otro niño; es por eso que en la noche mis actividades estaban limitadas a jugar con lo que encontrase en la casa o a ver televisión; me fascinaban las películas de Indiana Jones y los capítulos de Tarzán (en blanco y negro). En las mañanas, recuerdo, que los “chicos grandes” jugaban trompo, o buscaban arañas, o volaban cometa, o jugaban canicas –depende de la temporada- y yo miraba acaudalado de curiosidad estos juegos de los “grandes”. Como los “grandes” hacían sus cosas y prácticamente ni interés me tomaban, tuve que buscar los medios para jugar por mi propia cuenta. El único muchacho, más o menos de mi edad, en el vecindario era Joel, hijo de la dueña del vecindario, la Sra. Carmela; aunque éste no era un chico engreído y presumido, tenía cierta posición abusiva sobre mí. Tenía un año más que yo, y eso le hacía adquirir cierta conducta autoritaria y subyugadora. Este chiquillo con facciones duendescas y mirada astuta y pícara, tenía un lenguaje muy prolijo en lisuras y referencias sexuales. No sé porqué pero siempre terminaba vapuleado, lorneado, humillado, ahorcado, y magullado con las orejas rojas y la muletilla “no jodas pues” o “ya, tú me pegas” en cada final de cada contienda. Con Joel jugábamos, pero también peleábamos, con la desventaja de que si yo tenía la razón, una buena sacudida, ahorcada o llave me harían cambiar de opinión. Mi mamá que no le gustaba interferir en mis relaciones miraba de costado y a hurtadillas la seria desventaja en la que me veía con el duendesco Joel, sin embargo una vez se hartó de que yo, siendo más grande y gordo que Joel, no me defendiera como debiera, y tomó acción del partido sujetándolo por la espalda y alentando a que lo golpeara; recuerdo esto y me causa mucha gracia ver a mi mamá en esa posición, pero en ese entonces tal cuestión era una humillación mayor, para mí, que el hecho de ser “pegado” por otro, era el hecho de que tu “mamita” te defendiera. En ese momento yo hubiese preferido el perdón y la negociación con algo, pero mi mamá quería que de una vez me atreva a tomar cuenta de los abusos de Joel; además me advirtió que si no le pegaba, ella me pegaría a mí por “huevón” (como decía entonces). En ese forcejeo, la mirada de decepción e ira de Joel hizo que arrancara un momento de cólera y agarrara un palo del costado y se lo tirara con fuerza sobre la cabeza. El golpe estremeció el vecindario; el grito se escuchó en todo el edificio y mi madre reprobó mi exceso. Joel bajó gritando de dolor, yo sabía que él nunca me acusaría, él se vengaría. Pero (menos mal) esa venganza supe manejarla con periódicas adulaciones a su fuerza y liderazgo en el vecindario.

Los dueños de este departamento eran Los Rupay con quienes posteriormente entraríamos en un juicio que nos dejó muy mal parados, y sobretodo dejó a mi mamá muy mal de ánimos.

De esos tiempos en el vecindario, hacinados en una pequeña habitación, nos trasladamos a un departamento MUCHO más grande en el segundo piso del mismo edificio. Para entonces mi mamá había conocido a un personaje muy peculiar, de apariencia nerd pero con un gran corazón; su nombre era John, pero siempre lo recuerdo como Hubert o simplemente papi, como naturalmente acostumbré a decirle. Junto a él, mi mamá, Christian y yo, nos mudamos -con mucha tristeza de dejar el vecindario- al segundo piso. Los dueños de este departamento eran Los Rupay con quienes posteriormente entraríamos en un juicio que nos dejó muy mal parados, y sobretodo dejó a mi mamá muy mal de ánimos. En el segundo piso raras veces veía a Joel, y ya había conocido a otros amigos con los que compartíamos el escueto gusto por el fútbol, los videojuegos y los pasatiempos típicos de un niño. A dos departamentos del de nosotros estaban Los Taquiris (dos hermanos): una típica familia de papá policía, mamá profesora e hijos ingenuos y juguetones como yo; así que con ellos comenzamos una relación de salidas al patio o a la calle a jugar pelota, treparnos en las ventanas del pasadizo, subir al techo del edificio a ensuciar paredes, jugar atari en casa de ellos, fastidiar tocando timbre o tocando puertas en las demás casas, comprar recortables, comer dulces y ver tv. La pelota fue en esos inicios un medio de juego y a la vez de castigos: a menudo llegaban a mi casa quejas de alguna ventana rota o bulla excesiva en el patio. La cosa es que la pasé de maravillas en ese lugar, hice muchos amigos y comencé a adquirir cierta libertad en mi andar: salía a la calle sólo, compraba mis cosas sólo y me iba a visitar a César (un amigo que vivía en el edificio del frente y que para llegar a su casa tenía que cruzar todo un sendero donde habitaba escondido y atado a una cadena un perro que el solo escuchar su ladrido me estremecía de pavor. Nunca llegué a ver exactamente a este perro, pero la imaginación y el temor a los perros hacían de ese sendero un castigo eterno).

Luego del problema con Los Rupay tuvimos que mudarnos a otro lado, mi madre encontró un departamento cerca de donde vivíamos de tal manera que mis clases no se vieran perjudicadas, y entonces nuevamente nos mudamos a un lugar con cosas nuevas, con gente nueva. Para entonces Leslie, mi hermana menor, ya había nacido y encantados con su nacimiento ni siquiera nos preocupamos de los amigos y cosas que dejábamos en la casa anterior. Este departamento tenía las mismas dimensiones que el anterior, sin embargo habían algo que nunca me imaginé encontrar: fantasmas. Aparte de aprender a hacerme cargo de mi hermana, tuve que aprender a lidiar con los fantasmas que cosas como: bajar el volumen, cerrar la puerta por dentro, apagar la luz, tocarte el pie, hacer ruido en la cocina; encontraría una nueva forma de enfrentarme a mis miedos. Éste también fue un lugar grandioso; recuerdo las noches en las que salíamos a la calle todos los hombres del edificio: desde el menor de todos (yo) hasta el más viejo de todos, en el que participaba como uno de ellos, sin ser excluido por ser muy mocoso, y en el que comenzaba a mover la pelota con la magia de un menudo Julio García o Juan Carlos Bazalar (dos referentes de mi juego suave, lento pero seguro); el juego en el que participábamos todos con absoluta democracia era San Toyo, y al que nunca encontré una analogía semejante en Los Olivos, donde posteriormente nos mudamos. Aprendí a jugar fútbol en el pasadizo de afuera de mi casa, pateando un limón y cuando teníamos suerte una pelota de trapo, movidos por el mediático programa de tv “Los supercampeones”. De esos tiempos recuerdo a dos amigos sustanciales: Ronald y Zapata. Ronald era un tipo gordito y bonachón, ingenuo y carismático. Sus papás lo sobreprotegían tanto que raras veces salía a la calle a jugar. Una vez negociamos un muñeco que el poseía; un increíble hulk de muy buena calidad que le sugerí me lo vendiera. El precio que acordamos por mutuo acuerdo fue de 0.20 céntimos. No me creyó, le dije que se lo pagaba ahí mismo si me daba el muñeco en ese momento. Accedió, y yo me desprendí de esa monedita, inmensurable en nuestra cabecitas, a cambio de ese extraordinario muñeco de movimientos coordinados. Al poco rato yo estaba en mi casa cautivado con mi nueva adquisición cuando sonó la puerta, escuché que mi mamá conversaba algo con la mamá de Ronald y supuse que eran cosas de señoras, pero no era así. Mi mamá me dijo que 0.20 céntimos no representaba ni la décima parte del precio de ese muñeco y que convenientemente tenía que devolverlo. Se lo entregué y seguimos siendo amigos, correteando, jugando fútbol, fastidiándonos y hablando de nuestras maravillas y sueños de niños.

En el colegio encontré un muchacho de cabeza pronunciada y hablar entorpecido. Zapata estudiaba conmigo en el colegio y vivía en el edificio de la espalda de mi casa. Nos convertimos en grandes amigos; yo iba a su casa y el venía a la mía, siempre fuimos grandes amigos.Un día fuimos a bailar, como parte de un acto por el día de la madre, al teatro Manuel A. Segura donde bailamos, sino me equivoco, la Chonguinada, danza del departamento de Junín. Luego del acto estuvimos un rato en el teatro viendo los demás cuando me percaté de que mi mamá ya se había ido. Desamparado y sumamente angustiado por no saber cómo llegar a mi casa, comencé a ingeniarme cómo llegar a mi casa sin casi encontrar un modo. Estaba al borde de la desesperación cuando apareció Zapata y sus papás a quiénes habían encargado mi retorno. “Me salvaron” pensé. Y así llegué a mi casa, molesto por haberme abandonado, pero feliz por dentro de haber llegado a mi casa: sano y salvo.

Este fue una breve crónica de mis ambulantes pasos por los barrios de La Victoria, y las personas y cosas que recuerdo, si la memoria no me falla.

P.D: Actualmente Joel tiene una hija y sigue igual de exangüe y feúco; de Los Taquiris no tengo la menor idea de su paradero; a César una vez me pareció verlo en un paradero de Villasol; de Ronald no sé absolutamente nada; y a Zapata lo encontré en la misma facultad, en el mismo salón.

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jueves, 15 de mayo de 2008

¡Vaya usted a saber!

Desmondongado en el sillón con la televisión prendida, estaba ahogado de emoción por encontrar en la página central del diario Peru21, en la sección "mundo blog", mi bitácora como la recomendada el día sábado 10 de enero en la mañana. Debo suponer que este desliz se debe a la ausencia del director del diario (Augusto Alvarez Rodrich) por estos días, en fin, pero ahora que muchos de ustedes han encontrado la dirección y revisan el contenido con desdén y a regañadientes les sugiero que hagan un pequeño viaje por este mundo de cavilaciones, referencias e historias propias de este autor, no sin antes por un descuido dejar un comentario acerca de la percepción del mismo. ¡Vaya usted a saber qué se encuentra!

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lunes, 5 de mayo de 2008

Aquella habitación muda (Ella y Yo)

Ella tenía el pelo lacio, los ojos inyectados de tentación, y una sonrisa pícara que nada tenía que ver con lo vulgar; tenía el cuerpo moldeado de una sola vez con un pincelazo de auténtica belleza y originalidad. Su sentir displicente y mirada furibunda hacía de ella un coctel exquisito, una pieza musical celestial, un tesoro incalculable.

Hace unos días estuve por la casa de mi gran amigo Luis; mientras recorría el enorme pasadizo que tiene camino al comedor pude dar con una habitación que me traía simiescos recuerdos. Yo la llamé la “habitación muda” porque habiendo estado ahí nunca pronuncié ni una sola sílaba, ni una sola palabra, ni una sola oración; había sido un lugar mudo donde nunca existieron palabras, pero sí comunicación. Ya sentados en la mesa, mientras Luis y su hermana conversaban acerca de la última película de Johnny Depp, mi rostro había adquirido unas facciones de lo más estúpidas y ridículas. Pronto me reincorporé en la conversación; sin embargo para entonces Luis ya me miraba con su típica mirada picaresca. Antes de contar el motivo del sobrenombre de esa habitación, hay dos cosas que prefiero conservar en el anonimato: el tiempo y la persona; por consideraciones pudorosas más que por cuestiones personales.

Esa noche era la última vez que la vería; Ella pronto viajaría a España a seguir sus estudios de abogacía. Ella tenía el pelo lacio como la seda, los ojos inyectados de tentación, y una sonrisa pícara que nada tenía que ver con lo vulgar; tenía el cuerpo moldeado de una sola vez con un pincelazo de auténtica belleza y originalidad: una obra de arte que no era reconocible a simple vista, pero una vez hablado con ella, su sentir displicente y mirada furibunda hacía de ella un coctel exquisito, una pieza musical celestial, un tesoro incalculable. Ella era una de esas chicas que en un par de movimientos te pone en jaque, acorralado, y sin otra escapatoria que el ridículo. Era la más atrevida de las chicas de su entorno, pero no por eso se le conocía algún enamorado o chico con el que ella saliese; era por el contrario muy reservada a su grupo, siempre estuvo entre nosotros y bastó un par de muecas frías y letales para sumergirme en un mar de confusiones. En lo personal esa personalidad entre lo rebelde y desdeñosa me enloquecía sobremanera, tanto así que pronto me vi en la pedestre y usual idea de buscarla, asediarla, tenerla. Definitivamente no tengo que ser un Cullen (ni por sus ostensibles rasgos de belleza pura, ni tampoco por sus virtudes extrasensoriales) para saber de que yo también le gustaba. Así que me dispuse a armar toda una estratagema para poder tenerla.

No obstante, cometí un error de contexto, imperdonable a los ojos de cualquier ser racional y de “buenas intenciones”: hablar. Pero bueno hubiese sido hablar lo suficiente y necesario; sino, en contraste, me vi en el lerdo y bobalicón acto del discurso del enamoramiento. Esa palabra no había sido articulada por mí, nunca había pensado en eso (Ella peor), pero en ese instante caí en el absurdo de decir algo que no sentía, que no cabía en mi cabeza, pero que pensaba yo, traería una apremiante respuesta amatoria. Fiel a su estilo Ella, sin menor gracia que la que siempre ostentaba me respondió de una manera sutil que lo pensaría. Nos despedimos; yo con la extraña sensación de que no había sido sincero conmigo, y menos con Ella; y Ella con una pisca de decepción en su rostro. ¿De verdad era amor lo que buscábamos a unos días de su partida? La respuesta tiene por sentido común que no. Entonces me reacomodé a puras cachetadas mi valentía y decidí volver a acercármela, para ser sincero. Al día siguiente, en el patio del instituto salía Ella presurosa con la mirada buscando a alguien; me acerqué y pronto cuando estaba a escasos metros de ella, un tipo de agraciada cabellera y frugal musculatura apareció entre un estante y otro del patio del instituto. Antes de irme de bruces, giré ingeniosamente el camino hacia la derecha y me encontré con Juan con quien desde por encima de su hombro pude ver el comportamiento de Ella. Se saludaron y se retiraron, nada más que eso. ¡Maldición! Dije en mi fuero interno. Mi última alternativa sería la fiesta de Luis en el que ella asistiría.

Eran las 2 de madrugada y me encontraba repasando todas las estupideces que había hecho para conquistar a una chica. En lo que iba del año había llegado a estar con una chica, Carla su nombre, que muy celosamente había convertido nuestra relación en poco menos que un calvario, una cárcel o un matrimonio. Las exigencias por las que pasaba habían hecho que mi rutina diaria estuvieran marcadas por la hora de llamarla para ver donde nos encontrábamos, la hora de recogerla, la hora de dejarla en su casa, la hora de llamarla cuando llegara, y además de las intempestivas y inoportunas llamadas que me hacía para saber cómo estaba; acabábamos de vernos hace unos minutos, qué me podía pasar en esos escasos minutos. Como cualquiera, me sentía en custodia, con unos grilletes que yo mismo había buscado e irremediablemente no sabía cómo zafarme. Recuerdo que por consejo de un experimentado Luis hice lo que buenamente se puede hacer en estos casos, sin dejar con el corazón roto a una chica y el odio hecho fuego (no hay peor enemigo que una mujer despechada): enfriar la relación, convertirme en el hombre más estúpido, egocéntrico, machista y ridículo del planeta. Tarde o temprano se hartaría de mí, y poco a poco terminaríamos rompiendo, y nos iríamos por nuestros caminos como llegamos: sin pena, ni gloria. Sin embargo no fue así; al final de esto, igual terminó odiándome, repudiándome por el cambio brusco de persona, y quizá no haya resultado como yo esperaba, pero creo que si hubiera terminado con Carla al inicio me hubiera odiado más y a ese encono se hubiese sumado el orgullo de una mujer al ser rechazada.

Aquella habitación conservó y eliminó las barreras del lenguaje oral y las convirtió en algo más que un momento, un estado de gracia somnífera y ambigua entre la realidad y la ficción; entre la verdad y la mentira.

Luego de esto había estado errando en el mundo; y ahora me encontraba en la fiesta de Luis, sentado como un borracho con un vaso en la mano en el pasadizo de la casa. Mientras todos flirteaban y escapaban a los sitios más (in)imaginables, yo estaba sentado en un sofá ubicado prudentemente en el pasadizo para algún idiota que no quisiese compartir de ese juego de seducción y flirteo que se había convertido la fiesta. Me encontraba ahí porque me resultaba incomoda la presencia Carla en la fiesta, y me sonrojaba la idea de que se acercara mientras hablaba con alguna fémina y le gritara: ¡este es un patán, ni por más borracha te metas con él! Yo le había suplicado a Luis de que no la invitara pero en vano fueron mis súplicas ya que Carla era de la más amiga de la hermana de Luis y estaría allí aunque el Papa y el Gobierno se lo prohibieran. Yo había ido aparte de estar con mis amigazos, principalmente, para hablar con Ella, encontrarla y corregir mis errores de la mocedad. Le metí un sorbo radical al vaso de cerveza y mi mirada se perdió en el vacío; sentí el amargo sabor a cerveza bajar por mi garganta y enardecer mis entrañas. Me levanté, decidido a buscarla. Y justo cuando me dirigía a buscarla apareció Carla, mi cancerbera –así es como decidí llamarla luego de haber permanecido cautivo a su sombra por interminables y angustiantes 3 semanas-, y no supe hacer otra cosa que meterme en la habitación que tenía al costado; menos mal no logró verme, y dudé de que al pasar por el cuarto sintiera mis latidos agitados, abriera la puerta y me encontrara ahí: agachado, constipado y muerto de vergüenza. Como mi amigo Amer dice, no tenía un celular a la mano para disimular mi soledad, así que apelé al sugestivo calor de un cigarro. Luego de habérmelo terminado tomé conciencia del lugar dónde estaba; era una habitación amplia, con un par de lámparas a cada lado de la cama, un armario muy grande al frente y un silencio devastador. A pesar de la bulla que retumbaba las ventanas de la sala y toda la casa, ese lugar era un escape a la bulla, parecía inmune al escándalo y al pandemonio. Estaba relativamente oscura por lo que no pude advertir nada más que el silencio y la penumbra. Decidí salir ya; resignado a saber de que Ella no estuviese o haya encontrado alguien más “sincero” a quien dar en concesión esos melíficos y celestiales labios, antes de partir a la madre patria. Abrí la puerta lentamente y con la mano aún en la manija de la puerta me quedé paralizado al verla cruzar por el umbral del pasadizo con su mordaz cabello y su movimiento huracanado. Debió notar mi asombro y estado de zozobra, pues me contestó con un exquisito y tentador movimiento de manos. En mi interior sabía que yo le gustaba y viceversa (obviamente), así que mientras aquél fantasma celestial se acercaba como volando hacia mí, mi mano que aún seguía aferrada a la manija de la puerta, se estiró en señal de invitación, dejando la habitación a su merced. Me miró y su mirada duró acaso dos segundos, en el cual giró su centelleante figura a la habitación. En ese momento quise deshacer todas las estupideces que había dicho antes sobre el estar enamorado; pero el tiempo era un recurso no renovable y escaso que había perdido protagonismo en aquella habitación. Siendo sincero, Ella siempre había representado para mí un objeto de placer (eufemismos aparte) y la había considerado, como dice la canción, un enemigo al cual doblegar. Al fin estaba con Ella y quería decirle que olvidara todo lo que le dije; que no la amaba (bah!), la deseaba. El juego se tornó a movimientos de ajedrez: Ella retrocedía y yo, armaba la ofensiva; me acerqué lentamente al compás de sus pasos (no necesitábamos música para bailar) que retrocedían hasta encajar en lo que parecía una cómoda. Su mirada era igual de furibunda, y a la vez de incitación; la tomé de la cintura y Ella correspondió el juego. Nuestras miradas incesantes no albergaban espacio para claudicar; eran una lucha cuerpo a cuerpo de placer y dominación. Pronto estuvimos embarazosamente juntos, envueltos en un halo de pasión, resquebrajados, frenéticos, con nuestros alientos que se golpeaban, con nuestros labios que se suturaban. No sé en qué momento terminó todo, Ella se zafó con fuerza de mí, y se esfumó. Nunca pronunciamos algún sonido, ni una sola palabra, ni un saludo, ni una despedida. Aquella habitación conservó y eliminó las barreras del lenguaje oral y las convirtió en algo más que un momento, un estado de gracia somnífera y ambigua entre la realidad y la ficción; entre la verdad y la mentira. Así terminó el juego; sin inicio, sin final y sin un pretexto para contarlo: al fin y al cabo nunca sucedió nada.

Siempre que veo a un hombre flirtear con una mujer, rompiendo su esquema, su esencia, vistiéndose de oveja para fines alimenticios y de sobrevivencia, se me viene a la mente Ella, y las grandes diferencias entre un momento y un compromiso. Hay personas que a veces buscan un momento, y no es desdeñable el acto en sí; es el deseo de satisfacer una necesidad consumada por el maledicente prejuicio de la gente, atrincherados en el bando de las mosquitas muertas que esconden un lobo pernicioso adentro, al cual no logran controlar, pero una vez sueltos, el deseo de autodestrucción y profilaxis es recurrente. En vez de esa pugna (sinuosa), yo prefiero la convivencia fértil y “sincera” de nuestros lobos puritanos y bien intencionados.

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