miércoles, 16 de julio de 2008

Te amé en algún momento

El tío Mario dejó de respirar de este mundo hace apenas un mes, aproximadamente; fueron momentos insufribles para su familia que esperaba con angustia o verlo nuevamente caminar, o, inexorablemente, firmar su defunción. A pesar de que Mario no había sido un excelente esposo, en los momentos previos a su despido, Elizabeth, su esposa, tenía el corazón colgando de un hilo: por un lado su corazón se desbordaba de rencor por el hecho más imperecedero de la conducta humana en un matrimonio, la traición; y por otro lado, su corazón viraba, forzosamente, a la compasión y el perdón por un hombre que había pasado mucho tiempo de su vida, con sus errores y miedos, a lado suyo, por un hombre que estaba echado ahí con una sábana y la mirada fría, tan desvalido, tan acabado, sin esperanzas y con el cuerpo cansado de soportar las miserias de la vida de cualquier persona. A Mario se le habían agotado sus días con las penurias y precariedades de una vida poco controladas; ahora el control lo llevaba cogido a través de unos cables que succionaban y bombeaban sus angustias, pero que poco o nada harían con el pasado del cual él tuvo decisión y libertad. Mientras Elizabeth miraba impávida y melancólica cómo el cuerpo de su esposo tocaba piso por última vez, Edward, el mayor de sus hijos, conversaba por teléfono en los pasillos del hospital.

Han pasado los peores días después del fallecimiento de Mario y las cosas han vuelto casi a la normalidad en la familia. Elizabeth volvió a Chiclayo, mientras que Edward acaba de ingresar a una universidad de Lima. Edward no es un tipo soñador ni romántico, como su madre; es algo frío, práctico y bribón, quizá un tipo de conducta heredada de su padre. Edward tiene veinticuatro años y luego de la muerte de su padre, dejó el taller de mecánica donde trabajaba para venir a Lima a estudiar Mecánica de Fluidos. Son las doce del mediodía, yo acompaño a Edward a comprar unos libros en Amazonas, lo noto tranquilo a pesar de que todo el mundo conoció la excelente relación que tuvo con su padre. No obstante, el hambre comenzó a fastidiar nuestros estómagos, lo invito a comer a un restaurante donde antes solía comer cuando trabajaba en pleno centro de Lima. Entramos al pequeño guarique y una amable señorita nos guía hasta una mesa ubicada casi al centro de la pequeña sala. Hay un televisor en una esquina justo delante de nosotros, se escucha el balbuceo de una risueña cumbia, y el ambiente es tranquilo como siempre, acogedor y risueño. Edward hace el primer pedido, no sin antes advertir cierta coquetería en la señorita que atiende nuestra mesa, me lo hace saber con sus cejas. Ambos hemos terminado de hacer el pedido; la señorita, según me percato recién, tiene el cabello suelto lo cual la hace sumamente provocativa, y ni considerar la falda corta que hacen que Edward tome mucho interés de la situación. Resulta gracioso pero cuando Edward conoce a una chica simpática toma tanto interés y presta tanta atención como si estuviese en un examen, como si alistara todas sus armas de seducción esperando cuál de todas debe elegir según cuál se ajuste al tipo de situación. Es un tipo muy gracioso. Se sonríe y me dice que se parece a la novia que dejó en Chiclayo por venirse a estudiar a Lima. Los platos están servidos en la mesa: arroz con pato a la chiclayana -yo- y un seco de cabrito -Edward-. Luego de siete minutos y quince segundos, nuestros platos descansan vacíos y lánguidos, mientras Edward y yo alzamos la mirada para seguir el partido en los que se enfrentan Cienciano y Alianza Lima. Ninguno de los dos es acérrimo seguidor del bizantino balompié peruano -además de que la U ya se llevó el celado trofeo- por lo que viendo lo temprano del día y el ambiente a festín que se vive en las afueras de la calle pedimos a la señorita de falda corta que se acerque.

- Dos cristal heladas para brindar con mi primo que viene de Chiclayo- le solicito a la señorita de mirada astuta, se sonríe y asiente con la cabeza. Edward se queda callado, agradece con el mentón la propuesta y sobretodo la pictórica presentación ante la señorita que ahora se va inquieta, sin decir ni una palabra; no es necesario, Edward está satisfecho con la sonrisa cómplice de la señorita que se desvanece como una figura novelesca.

- Wilmer, sabes, a tus papás y a todos les sorprende mucho que yo no esté tan triste con la muerte de mi papá.- Edward ahora ha adoptado una posición seria y prosigue con su relato- Yo lo quiero mucho a mi viejo, –me sorprende que lo traté como si aún siguiera vivo, me conmueve y me hace pensar- él desde muy niño me llevó consigo adonde él iba y antes que mi papá, era mi amigo. Ahora lo extraño mucho pero durante los últimos meses antes de su fallecimiento él y yo nos habíamos distanciado. Nosotros nos enteramos de que él tenía una querida. – lo dijo con naturalidad.

A penas terminó de decir esto, mi mirada se quedó paralizada en los suyos, la señorita trajo las cervezas, el sonrío con naturalidad, y se sirvió con parsimonia y estilo hasta que el vaso quedara levemente lleno.

-Entonces, es por eso el resentimiento con tu padre- le dije esperando seguir el hilo de la conversación. -Ahhh, está rica la chela, sírvete- me invitó a servirme. En realidad más me interesaba la historia, pero no dudé en darle la primera vuelta al vaso -Yo no le guardo resentimiento a mi viejo, sólo que me hubiese gustado que las cosas fueran distintas. Mis papás nunca se trataron bien, mi viejo llegaba aburrido, mi mamá le encaraba apenas llegaba, sobre llegar tomado los fines de semana y que la plata no alcanzaba para mantener a sus hijos. En parte tenía razón pero entre ellos hace mucho tiempo que no sucedía nada, ni siquiera tenían intimidad- y apoyó el vaso sobre la mesa.- Mi viejo tenía su querida y cuando mi mamá me contó ese descubrimiento yo me sentí muy mal porque yo con él andaba por todos lados y nunca había visto nada raro. Mi mamá pensaba que lo encubría pero al ver mi reacción quedó consternada. La relación entre mis viejos nunca fue buena, siempre discutían; yo sé que en el fondo mi mamá vivía en una eterna frustración de haberle dado hijos a un “pelagatos”- asintió con ironía.

Se amaron en algún momento, y quizá dentro de cada discusión y pelea haya estado cierto deseo de amarse, pero lo que es cierto es que el tiempo y las cosas se dieron tan rápido que ni cuenta se dieron de conocerse.

Esa escena se me quedó grabada. Y nos quedamos callados por un rato. Pelagatos. Persona socialmente insignificante. Según parecía, y lo había notado Edward, su mamá sentía que había errado al casarse con un hombre sin futuro, sin grandes pretensiones, sin mayores planes, sin ambición, y eso, quizá, haya sido lo que desgastó la relación hasta convertirlo en una rutina de evasiones. Digo esto porque es recurrente que las parejas, una vez asentadas en un matrimonio -con hijos preponderantemente- incurran en la rutina, acabando torturados por el exceso de intimidad, y atados a una persona con la cual -ahora se dan cuenta- no tienen mucha afinidad, no comparten las mismas ambiciones, y jalan de extremos opuestos. Cuántos matrimonios tienen como principal eje de supervivencia los hijos, y en el peor de los casos son éstos el único punto en común de afinidad. El matrimonio del tío Mario tuvo esos ingredientes. Todas las noches él llegaba a casa, a veces ebrio, a veces sobrio, pero lo que sí era constante era su ceño fruncido, dejando el maletín en el sillón, entrando al baño, sentándose en la mesa, todo como parte de una gran máquina de ensamblaje que siempre hace lo mismo, pero las piezas de esta máquina comenzaron a desgastarse, comenzaron a entrar en conflicto constante con su entorno. Mario nunca recibió un halago de su esposa, y su esposa nunca recibió un cumplido de él; un matrimonio como ese era fácil de advertir que cayera en el absurdo de vivir con alguien porque así tiene que ser. La propuesta del divorcio no se pasaba por la cabeza, porque eso era plata y de todas formas, ambos habían aprendido a vivir de esa manera: eran padre y madre para sus hijos, pero eran socios de una empresa con fines distintos, que nunca se reunían a platicar, a conversar de su relación, a nutrirse mutuamente. La plática, ciertamente, eran de asuntos superficiales como los niños, el trabajo, los problemas de la casa, la economía, la suegra, la cuñada, el vecino, pero en más que nunca hablaron de ellos. Se ocuparon de lo evidente pero descuidaron lo fundamental, dejando un agujero negro que poco a poco los jalaba a desvanecerse a desaparecer. Y eso fue; mientras a uno lo llevó a pisar otras alfombras, a destapar otras sábanas, quién sabe que hizo el otro. Se amaron en algún momento, y quizá dentro de cada discusión y pelea haya estado cierto deseo de amarse, pero lo que es cierto es que el tiempo y las cosas se dieron tan rápido que ni cuenta se dieron de conocerse. Ahora entiendo cuál era la relación del tío Mario y Elizabeth.

Edward y yo hemos terminado las dos cervezas, pedimos la cuenta a la señorita quién viene muy coqueta, muy atractiva, muy segura de lo que tiene. Ahora que lo noto bien solo pronunció contadas palabras: “Qué se van a servir caballeros”, “Esta es su cuenta”. Nos vamos a medias con la cuenta, le deslizo discretamente un par de soles a Edward, me levanto de la silla, Edward hace una pronunciada carraspera, me dirijo a la puerta con un mondadiente como signo de satisfacción por la faena culinaria, Edward le paga a la muchacha con un billete y le dice que se quede con el vuelto. Edward le agradece por la atención y se despide. Es probable que él vuelva a ese guarique, es probable que esa chica también le recuerde a un novio suyo.

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