sábado, 20 de septiembre de 2008

Mudanza

Para todos aquellos que se den una vuelta por acá, ahora me encuentran en http://oreja-azul.blogspot.com/

Oreja Azul

Mucha de las cosas que hacemos, vemos u oímos. Crónicas de nuestra vida. Historias que no, necesariamente, son mías. Historias que no, necesariemente, son historias reales. Puro cuento. Cuentos e historias que nos siguen por algún motivo.

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miércoles, 27 de agosto de 2008

Calor de mi vejez

AMANECE con un aguacero que es realmente horrible creer. Minutos antes de llegar a Tingo María, en el bus me encontraba soñando con el clima excepcionalmente caluroso, con un cielo azulejo por donde girabas la cabeza y con nubes de algodón cuidadosamente bien colocadas en el infinito cielo-mar; sin embargo cuando despierto, aun en el bus, me encuentro con un ambiente melancólico y triste: llueve en la ciudad de Tingo María, los mototaxis cruzan y serpentean los pozos de aguas sin pudor, y yo me encuentro sólo, mirando el cielo blanco y las montañas obnubiladas, esperando de que alguien venga y me saque de ese limesco lugar. Por fin puedo salir de ese tumulto comercial que es la ciudad de Tingo y me instalo en la casa de mi adorable tía Norma, una señora dulce, laboriosa y entregada a su familia. Aún hace frío, pero ya dejó de llover; lo considero una mejora pero no pensé que el clima fuese así, es decir mi igualdad selva=calor quedó maltrecha. ¿Dónde está el calor de la selva? Me pregunto. Una hora pasó y el sol comenzó a cobrar un protagonismo impecable, había corrido a las enraizadas nubes que habían tomado posesión del cielo y solo él estaba ahora reinando y enverdeciendo todo lo que la selva rodeaba y contenía. Desde ese momento en adelante quedé encantado de la selva. Arbustos tras arbustos, piedra sobre piedra, caminé y caminé por todo lo verde de un lugar que es un paraíso a los ojos de cualquier citadino. Pero lo que uno ama, reconoce y admira más de la selva no son necesariamente sus bellos paisajes, su comida y su clima; la principal e importante figura que hace que todo esto se engranaje como una maravilla del destino son, sin duda, su gente, sus costumbres, pensamientos e idiosincrasia. Ver a los niños aglutinarse alrededor tuyo con el único afán de caerte bien es realmente espectacular. Sonreírles y que te acuerdes de sus nombres es lo único que te piden, a cambio te dan todas las atenciones de un grupo de chicos. Quieres jugar “partido”, eres el primero en escoger. Que importa si estas un poco “pellejudo”, a los ojos de ellos eres Ronaldinho. Quieres pasear, de inmediato arman todo una comitiva para dirigir una excursión que te harán conocer todas las bondades de la selva. Es donde mi igualdad selva=calor despotricada líneas arriba, vuelve a tomar proporciones científicas. CALOR es lo que definitivamente caracteriza a la selva, su gente parece contagiada por ese calor climático y sonríe en sus faenas, entristece quizá, pero al día siguiente la naturaleza le da motivos para seguir adelante, el verde inmortal de sus campos y chacras alarga toda una vida de trabajo y afecto. Trabajar para mantener el hogar respetuosamente confortable y sonreír a Dios y a la vida son grandes y propias premisas de los lugareños de la selva.

Tres días después, una vez alojado y acostumbrado a las faenas diarias, cuando ya no eres el visitante sino un amigo más del caserío, las cosas no dejan de ser iguales. Los hombres y mujeres concretan sus labores en la chacra con pundonor, pasean y llevan cuentas de sus actividades con absoluta disposición y buen humor; a diferencia de la ciudad no hay impostación, no hay ese deseo corrosivo por ser mejor que nadie, ni ese afán presuroso por acaparar las noticias y ser centro de atención inmediato; hablar con soltura y ser como uno es, es la razón de su armoniosa convivencia. Los chicos “juegan” sin ningún horario, es decir en cada actividad que se les es encomendada, con la astucia de un niño picaresco y la premura de un trabajador fervoroso.

El sonido y el cielo de la noche son cosas realmente grandiosas. Por un lado es difícil identificar cual de todos esos sonidos es una u otra cosa, porque a partir de las seis de la tarde cuando todos descansan de sus labores y comparten la comida, allá afuera se arma una orquesta sinfónica que de lejos es el mejor y más armonioso concierto de música antes oído. Por otro lado el cielo que cubre toda la selva de pies a cabeza con un baño de estrellas resplandecientes y hermosas, sólo es imagen de un momento en tu cabeza, incomparable y referente eterno a todos los cielos que veas en tu vida. Eso es la selva, con gente que te entrega su cariño, bondad y felicidad en momentos que se alojan como fotografías instantáneas con tinta indeleble en tu cabeza, son momentos que duran, perduran y murmuran a través del tiempo, ya sea con una crónica, un cuento, una historia o un simple recuerdo del “calor” que significa un pueblo que tiene todo de un paraíso.

Viajar y escribir quizá sean actividades que uno las anhele con entusiasmo de joven; viajar y compartir experiencias de gente que como nosotros vive cada momento de su vida con desprendimiento y alegría, son cosas que enriquecen mucho el corazón de tonalidades de sentimientos, algunos amargos y otros mucho más “calurosos”, pero sin duda son estas dos cosas las que hacen pensar en un futuro cuando ya viejo donde uno pueda alojarse a pasar sus últimos días, lejos del abatimiento y sobrexcitación de una ciudad como Lima con reflejos conductuales de otras ciudades cada vez menos conscientes de que un mundo mejor no es un mundo más desarrollado, sino más civilizado. Hablo de esas cosas que traen la mala percepción del dinero, el poder y la fama. Cosas que, la verdad, no tendrían espacio en un lugar tranquilo y apacible como algún rincón cualquiera de la selva, donde algún día volveré con un bastón en manos y una sonrisa de felicidad. ¿Usted amigo, cómo y dónde piensa vivir los últimos años de su vida?

[Este video de la canción I’m yours de Jason Mraz es muy divertido y más o menos grafica las bondades de viajar y conocer nuevos mundos.]

A la comunidad:

Este blog cumple un año de haber dado inicio en este hermoso pasatiempo que es escribir para que otros lo lean. Temas han sido muchos, algunos absurdos, otros oportunos, pero lo que se esconde detrás de cada historia es una idea que compartir, una enseñanza que descubrir o un sentimiento que exteriorizar. Escribir para ustedes es un gran honor y mientras esto dure espero seguir divirtiendo y entreteniendo con las más bochornosas y, a veces inverosímiles, historias que celebran un año de aparecidas en esta interminable vida que recibe el nombre de A punto de (…). Muchas gracias a ustedes por visitar el blog porque son ustedes los que hacen que un blog exista, son ustedes los que al final de cuentas aprueban una dirección URL y le dan el sello de la existencia, sin ustedes esto no tendría lugar ni momento, simplemente no existiría. Mis agradecimientos especiales a mis padres, trabajadores por antonomasia; mis hermanos, divertidos y únicos; mis hijos, comelones, locos y extremadamente cariñosos; y a todos ustedes que leen y aprueban este blog, a ustedes co-autores de todo lo que aquí se habla. Saludos y muchos éxitos en sus respectivos asuntos.

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viernes, 8 de agosto de 2008

Srta. Rodríguez, concédanos el honor

La Srta. Rodríguez, Olenka para los demás niños, era una chica, también, algo retraída, tan o un poco menos que yo, con una mirada tan profunda e insondable como el mismo mar y con una única amiguita con la que siempre andaba de un lugar a otro como un peluche y a la que nunca supe su nombre, y si lo supe no lo recuerdo, discúlpeme usted. Tenía, Olenka Rodríguez, siempre una mirada tan alerta como la de un cocodrilo, aunque fuese muy linda, por cierto, demasiada linda como para compararla con ese animal pero hablaba yo de lo alerta de su mirada, claro; y además gozaba de una concentración en clases que por qué no decirlo me hipnotizaba. Mientras ella se concentraba en clases, yo me concentraba en su concentración, pensando en algún momento romper esa línea de acero entre ella y la pizarra, entre la pizarra y sus ojos, entre la profesora y su atención; solo quería un momento de su atención y por ella hubiese, quizá, aprendido karate, pero demasiado fatiga para un niño como yo que prefería mil veces dibujar o ver Tarzán en la tele.

Nada más aburrido que los deportes, y en el colegio, a los 7 años, nada más aburrido y fatigador que la educación física. No me agradaba, en sí, la idea de hacer deporte sino la de competir con los otros niños de mi edad; eso de antemano me ponía en desventaja. Era la primera clase del hastiado día lunes y todos habíamos formado un grupete, más o menos ordenado, en el patio del colegio de caras a una magistral clase de karate con el Sr. Gutiérrez. En esos tiempos en los que no entendía cómo se producía un terremoto mi nombre figuraba en algún lugar de la lista de asistencia del Sr. Gutiérrez como un nombre más de la clase de educación física.

―Muy bien, vamos a invitar a dos jóvenes a pasar adelante.

Este tipo de situaciones me atormentaban desde las uñas de los pies hasta él más ínfimo cabello parado de mi cabeza porque todos se quedaban absolutamente callados y al final, de casualidad, siempre mi apellido era pronunciado, letra por letra, dolor por dolor. A veces pensaba que la apariencia de mi apellido “Avila” vista de reojo señalaban un “Aquí” y era por eso que siempre era el elegido para hacer el ridículo frente a la clase o en su defecto quedarme callado. Era fácil reconocerme en esas situaciones: mi cabeza se escondía entre mis hombros y mis orejas se calentaban como un hot-dog mientras el silencio y la vista del Sr. Gutiérrez paralizada en las primeras líneas de la lista anunciaban mi insufrible entrada magistral.

―El señor Avila pase adelante, por favor.

No era necesario buscarme con la mirada, bastaba ver un hueco entre las cabezas de los demás niños para saber que ahí estaba: dándome ánimos en silencio por un lado; y por el otro, creando en mi mente una escena de lo más bochornosa en la que los pantalones se me caían, los calzoncillos se rompían apenas me agachaba, mis esfínteres no tardaban mucho en tomar curso, y la clase que estallaba en risas desenfrenadas. Bueno, me levanto ya, camino tan despacio como torpe, el tiempo y los cuchicheos se hacen insoportables e infinitos. Al fin estoy al centro del patio, me siento tan observado que no sé a dónde mirar ni que postura adoptar así que comienzo a jugar con las puntitas de mis deditos mientras el Sr. Gutiérrez exclama, poco sería con bombos y platillos, el nombre de una niña de la clase sin siquiera dar una hojeada en la lista de asistencia.

―Srta. Rodríguez, concédanos el honor.

La Srta. Rodríguez, Olenka para los demás niños. Qué pretendía el profesor enfrentándome a una niña delgada y de por sí frágil, aunque en ese momento mientras las puntillas de mis dedos jugaban a tocarse, ella se veía firme y vigorosa. Me encontraba parado, sí, pero avergonzado o palteado hasta el tuétano de no saber qué diantres pretendía el Sr. Gutiérrez poniéndonos a los dos al frente. Hubiese preferido, mil veces, que esta primera clase de karate fuese aprender el saludo y el respeto que se tiene que tener al rival, pero mil veces odié el sentido práctico de las clases del Sr. Gutiérrez. De inmediato el Sr. Gutiérrez me dio las primeras instrucciones acerca de cómo pararme y dar el saludo, e instantáneamente dio la voz para que inicie el ridículo, perdón, la contienda. Todo sucedió en cinco segundos, a caso tres, en el que solo se me permitió cubrirme de la saltamónica patada al pecho de Olenka, que aunque no me di cuenta cuándo, ya estaba rodando por la lona con un brazo en el aire, soltándose cada vez más vergonzosamente del artero y devastador movimiento de Olenka. ¿Eso es todo? Respiré extasiado, reconfortado, feliz. En ese momento entendimos todos por qué el Sr. Gutiérrez nunca vio la lista de asistencia para llamar a la Srta. Rodríguez; en ese momento entendí que los mejores e inteligentes rivales que he tenido siempre fueron del sexo opuesto, y por eso agradecí, mil veces, a Olenka que fuese todo tan rápido, tan irremediablemente menos vergonzoso.

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miércoles, 16 de julio de 2008

Te amé en algún momento

El tío Mario dejó de respirar de este mundo hace apenas un mes, aproximadamente; fueron momentos insufribles para su familia que esperaba con angustia o verlo nuevamente caminar, o, inexorablemente, firmar su defunción. A pesar de que Mario no había sido un excelente esposo, en los momentos previos a su despido, Elizabeth, su esposa, tenía el corazón colgando de un hilo: por un lado su corazón se desbordaba de rencor por el hecho más imperecedero de la conducta humana en un matrimonio, la traición; y por otro lado, su corazón viraba, forzosamente, a la compasión y el perdón por un hombre que había pasado mucho tiempo de su vida, con sus errores y miedos, a lado suyo, por un hombre que estaba echado ahí con una sábana y la mirada fría, tan desvalido, tan acabado, sin esperanzas y con el cuerpo cansado de soportar las miserias de la vida de cualquier persona. A Mario se le habían agotado sus días con las penurias y precariedades de una vida poco controladas; ahora el control lo llevaba cogido a través de unos cables que succionaban y bombeaban sus angustias, pero que poco o nada harían con el pasado del cual él tuvo decisión y libertad. Mientras Elizabeth miraba impávida y melancólica cómo el cuerpo de su esposo tocaba piso por última vez, Edward, el mayor de sus hijos, conversaba por teléfono en los pasillos del hospital.

Han pasado los peores días después del fallecimiento de Mario y las cosas han vuelto casi a la normalidad en la familia. Elizabeth volvió a Chiclayo, mientras que Edward acaba de ingresar a una universidad de Lima. Edward no es un tipo soñador ni romántico, como su madre; es algo frío, práctico y bribón, quizá un tipo de conducta heredada de su padre. Edward tiene veinticuatro años y luego de la muerte de su padre, dejó el taller de mecánica donde trabajaba para venir a Lima a estudiar Mecánica de Fluidos. Son las doce del mediodía, yo acompaño a Edward a comprar unos libros en Amazonas, lo noto tranquilo a pesar de que todo el mundo conoció la excelente relación que tuvo con su padre. No obstante, el hambre comenzó a fastidiar nuestros estómagos, lo invito a comer a un restaurante donde antes solía comer cuando trabajaba en pleno centro de Lima. Entramos al pequeño guarique y una amable señorita nos guía hasta una mesa ubicada casi al centro de la pequeña sala. Hay un televisor en una esquina justo delante de nosotros, se escucha el balbuceo de una risueña cumbia, y el ambiente es tranquilo como siempre, acogedor y risueño. Edward hace el primer pedido, no sin antes advertir cierta coquetería en la señorita que atiende nuestra mesa, me lo hace saber con sus cejas. Ambos hemos terminado de hacer el pedido; la señorita, según me percato recién, tiene el cabello suelto lo cual la hace sumamente provocativa, y ni considerar la falda corta que hacen que Edward tome mucho interés de la situación. Resulta gracioso pero cuando Edward conoce a una chica simpática toma tanto interés y presta tanta atención como si estuviese en un examen, como si alistara todas sus armas de seducción esperando cuál de todas debe elegir según cuál se ajuste al tipo de situación. Es un tipo muy gracioso. Se sonríe y me dice que se parece a la novia que dejó en Chiclayo por venirse a estudiar a Lima. Los platos están servidos en la mesa: arroz con pato a la chiclayana -yo- y un seco de cabrito -Edward-. Luego de siete minutos y quince segundos, nuestros platos descansan vacíos y lánguidos, mientras Edward y yo alzamos la mirada para seguir el partido en los que se enfrentan Cienciano y Alianza Lima. Ninguno de los dos es acérrimo seguidor del bizantino balompié peruano -además de que la U ya se llevó el celado trofeo- por lo que viendo lo temprano del día y el ambiente a festín que se vive en las afueras de la calle pedimos a la señorita de falda corta que se acerque.

- Dos cristal heladas para brindar con mi primo que viene de Chiclayo- le solicito a la señorita de mirada astuta, se sonríe y asiente con la cabeza. Edward se queda callado, agradece con el mentón la propuesta y sobretodo la pictórica presentación ante la señorita que ahora se va inquieta, sin decir ni una palabra; no es necesario, Edward está satisfecho con la sonrisa cómplice de la señorita que se desvanece como una figura novelesca.

- Wilmer, sabes, a tus papás y a todos les sorprende mucho que yo no esté tan triste con la muerte de mi papá.- Edward ahora ha adoptado una posición seria y prosigue con su relato- Yo lo quiero mucho a mi viejo, –me sorprende que lo traté como si aún siguiera vivo, me conmueve y me hace pensar- él desde muy niño me llevó consigo adonde él iba y antes que mi papá, era mi amigo. Ahora lo extraño mucho pero durante los últimos meses antes de su fallecimiento él y yo nos habíamos distanciado. Nosotros nos enteramos de que él tenía una querida. – lo dijo con naturalidad.

A penas terminó de decir esto, mi mirada se quedó paralizada en los suyos, la señorita trajo las cervezas, el sonrío con naturalidad, y se sirvió con parsimonia y estilo hasta que el vaso quedara levemente lleno.

-Entonces, es por eso el resentimiento con tu padre- le dije esperando seguir el hilo de la conversación. -Ahhh, está rica la chela, sírvete- me invitó a servirme. En realidad más me interesaba la historia, pero no dudé en darle la primera vuelta al vaso -Yo no le guardo resentimiento a mi viejo, sólo que me hubiese gustado que las cosas fueran distintas. Mis papás nunca se trataron bien, mi viejo llegaba aburrido, mi mamá le encaraba apenas llegaba, sobre llegar tomado los fines de semana y que la plata no alcanzaba para mantener a sus hijos. En parte tenía razón pero entre ellos hace mucho tiempo que no sucedía nada, ni siquiera tenían intimidad- y apoyó el vaso sobre la mesa.- Mi viejo tenía su querida y cuando mi mamá me contó ese descubrimiento yo me sentí muy mal porque yo con él andaba por todos lados y nunca había visto nada raro. Mi mamá pensaba que lo encubría pero al ver mi reacción quedó consternada. La relación entre mis viejos nunca fue buena, siempre discutían; yo sé que en el fondo mi mamá vivía en una eterna frustración de haberle dado hijos a un “pelagatos”- asintió con ironía.

Se amaron en algún momento, y quizá dentro de cada discusión y pelea haya estado cierto deseo de amarse, pero lo que es cierto es que el tiempo y las cosas se dieron tan rápido que ni cuenta se dieron de conocerse.

Esa escena se me quedó grabada. Y nos quedamos callados por un rato. Pelagatos. Persona socialmente insignificante. Según parecía, y lo había notado Edward, su mamá sentía que había errado al casarse con un hombre sin futuro, sin grandes pretensiones, sin mayores planes, sin ambición, y eso, quizá, haya sido lo que desgastó la relación hasta convertirlo en una rutina de evasiones. Digo esto porque es recurrente que las parejas, una vez asentadas en un matrimonio -con hijos preponderantemente- incurran en la rutina, acabando torturados por el exceso de intimidad, y atados a una persona con la cual -ahora se dan cuenta- no tienen mucha afinidad, no comparten las mismas ambiciones, y jalan de extremos opuestos. Cuántos matrimonios tienen como principal eje de supervivencia los hijos, y en el peor de los casos son éstos el único punto en común de afinidad. El matrimonio del tío Mario tuvo esos ingredientes. Todas las noches él llegaba a casa, a veces ebrio, a veces sobrio, pero lo que sí era constante era su ceño fruncido, dejando el maletín en el sillón, entrando al baño, sentándose en la mesa, todo como parte de una gran máquina de ensamblaje que siempre hace lo mismo, pero las piezas de esta máquina comenzaron a desgastarse, comenzaron a entrar en conflicto constante con su entorno. Mario nunca recibió un halago de su esposa, y su esposa nunca recibió un cumplido de él; un matrimonio como ese era fácil de advertir que cayera en el absurdo de vivir con alguien porque así tiene que ser. La propuesta del divorcio no se pasaba por la cabeza, porque eso era plata y de todas formas, ambos habían aprendido a vivir de esa manera: eran padre y madre para sus hijos, pero eran socios de una empresa con fines distintos, que nunca se reunían a platicar, a conversar de su relación, a nutrirse mutuamente. La plática, ciertamente, eran de asuntos superficiales como los niños, el trabajo, los problemas de la casa, la economía, la suegra, la cuñada, el vecino, pero en más que nunca hablaron de ellos. Se ocuparon de lo evidente pero descuidaron lo fundamental, dejando un agujero negro que poco a poco los jalaba a desvanecerse a desaparecer. Y eso fue; mientras a uno lo llevó a pisar otras alfombras, a destapar otras sábanas, quién sabe que hizo el otro. Se amaron en algún momento, y quizá dentro de cada discusión y pelea haya estado cierto deseo de amarse, pero lo que es cierto es que el tiempo y las cosas se dieron tan rápido que ni cuenta se dieron de conocerse. Ahora entiendo cuál era la relación del tío Mario y Elizabeth.

Edward y yo hemos terminado las dos cervezas, pedimos la cuenta a la señorita quién viene muy coqueta, muy atractiva, muy segura de lo que tiene. Ahora que lo noto bien solo pronunció contadas palabras: “Qué se van a servir caballeros”, “Esta es su cuenta”. Nos vamos a medias con la cuenta, le deslizo discretamente un par de soles a Edward, me levanto de la silla, Edward hace una pronunciada carraspera, me dirijo a la puerta con un mondadiente como signo de satisfacción por la faena culinaria, Edward le paga a la muchacha con un billete y le dice que se quede con el vuelto. Edward le agradece por la atención y se despide. Es probable que él vuelva a ese guarique, es probable que esa chica también le recuerde a un novio suyo.

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